Una voz, como si un millón de serpientes le estuviesen
hablando, sonó desde la oscuridad:
- Sólo el Tártaro lo sabe, Perseus Jackson.-
Percy se despertó, sobresaltado. El Tártaro era un lugar
negro, yermo, sin vegetación ni ninguna señal de vida, salvo todos los
monstruos que ocultaba. En cualquier momento podrían morir, bien mientras dormían,
bien por uno de todos los temblores que sacudían el lugar. Ahí abajo no había
ninguna luz, todo estaba sumido en la oscuridad y el suelo estaba lleno de
grietas, donde podías caer si te descuidabas. No, el Tártaro no era un paraíso
y por eso se sorprendió al ver a Annabeth junto a él sonriendo. Llevaban ahí
abajo aproximadamente cuatro días, aunque era difícil saberlo sin poder contar
con un Sol sobre sus cabezas. Estaban mugrientos y sus ropas ya no se distinguían
del suelo, de un negro color carbón, por eso le extraño que ella estuviese sonriéndole,
él hacía unos días que no encontraba motivos para hacerlo.
Desenvainó a Contracorriente y su leve brillo le
permitió asegurarse de que no se había equivocado, ante él estaba una chica con
el pelo rubio y rizado prácticamente gris por las cenizas del aire. Al verla,
como todos los días que llevaban ahí, no se arrepintió de su decisión. No sería
capaz de dejarla. Nunca más. Al ver su gesto de extrañeza, ella, aún sonriendo
levemente, le contestó a su muda pregunta:
- Todavía babeas mientras duermes.-
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